martes, 20 de mayo de 2008

Mayo literario (12)


Alguien me comenta que el colombiano de clase alta quiere ser europeo, el de clase media gringo y el de clase baja mejicano… Debe ser cierto. La verdad es que la influencia mejicana en Bogotá se nota, no sólo en el ejército de mariachis decadentes que deambulan por la Avenida Caracas, sino también en la comida. Casi cualquier restaurante tiene sus platos mejicanos. Desde la Bogotá Beer Company, una imitación de pub inglés que ofrece una pizza mejicana, hasta La Hamburguesería, una serie de restaurantes de carne, excelentes, que también ofrecen su variedad de fajitas, enchiladas y sopas de tortilla. Todo esto viene a cuento porque ayer estuve en la presentación de la revista K, http://www.kafka.com.mx/, una revista mejicana de literatura-arte-pensamiento, en la que trabaja mi amiga Gigi, quien además aprovechó para presentar su libro plegable "Cuentos de 6 Líneas" (inspirados en el I-Ching). Luego brindamos con Coronitas y escuchamos a "La Monareta", una banda local que se autodefinió como de electrónica tropical y que seguramente tendrá noches mejores para demostrar sus cualidades...
A propósito de México, transcribo dos párrafos de El Testigo, la gran novela de Juan Villoro. Formidables sus descripciones de estos personajes secundarios, Olga y el tío Chacho.
“Olga estuvo entre ellos como algo imposible y necesario, la concreción de todas las cosas que valían la pena y no serían para ellos: el socialismo perfecto y el amor libre y el cine de autor y la poesía sin mundo o sin otro mundo que el de la poesía. Que una muchacha hubiera sido el socialismo perfecto era tan ridículo como la realidad que vivieron. Lo único que ennoblecía ese tiempo ingenuo era que transcurrió sin suceder del todo. El futuro no trajo otra aventura que la reiteración, llegó como un confuso desgaste, la pausa que él se impuso durante veinticuatro años, sin sospechar que regresaría a preguntarse si podía escapar a la repetición, a continuar de algún modo.”
“Julio veía al tío Chacho como a un interesante enfermo de los nervios. Todo el mundo lo respetaba por su soberano desdén por las cosas concretas y porque sabía alemán. Estudió en Austria algo incierto que básicamente lo facultó para tener recuerdos del extranjero. Leía partituras de ópera y pronunciaba tan bien en dialecto vienés que podía decir “Guadalajara” sin que se entendiera. Era el último en despertarse en Los Cominos (si se apuntaba a una cacería, acababan saliendo al mediodía, cuando las liebres ya dormían la siesta). Pasaba horas en una tumbona bajo el sol sin que su piel adquiriera un tono más oscuro que el pan de centeno que tanto disfrutó en Viena. Comía más que nadie pero no engordaba, gracias a un metabolismo que lo llevaba a tapar todos los baños de la hacienda y a que Donasiano le dijera el Liberal.
La indolencia de Chacho, su capacidad para desentenderse de cualquier cosa que pudiera describirse como una “diligencia”, la forma en que el sol y los alimentos llegaban a su cuerpo sin producir efectos, eran vistos como un confuso pero innegable signo de categoría. No se sabía bien por qué, pero estaba por encima de sus circunstancias. Su apostura algo mofletuda no lucía en las fotos y hubiera sido ridícula en un retrato al óleo, pero resultaba ideal para un gobelino. Chacho Valdivieso se hubiera visto bien en un tapiz, rodeado de los perros que nunca sacaba a pasear y el trompo que no se molestaría en recoger.”
La imagen corresponde a uno de los murales de Diego Rivera, concretamente al que llamó El Hombre en una encrucijada, que Rockefeller destruyó y que Rivera rehizo posteriormente para el Palacio de Bellas Artes de México.

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