lunes, 15 de septiembre de 2008

Setiembre viajero 5


David Foster Wallace, uno de los grandes escritores de los últimos años, se ha quitado la vida. Qué tristeza. Siento que se ha ido un amigo, alguien que me ha acompañado en mis viajes, en mis desvelos, en mis pretensiones de cronista... un autor con el que sentía una conexión especial íntima...
Eduardo Lago le recuerda en una nota en El País.
A modo de modesto homenaje, con toda mi admiración y agradecimiento, adjunto este inédito relato que escribí hace unos años, en el 2005, inspirado por uno de sus grandes textos, "La chica del pelo raro".


La chica del pelo rojo

La vi una o dos veces en aquella escuela de fotografía en la que, los miércoles, nos reuníamos un grupo de conspiradores moderados. Su pelo rojo, rojísimo, me llamó la atención. Sus facciones duras, serias, me atrajeron. No me molestó su nariz judía, confería a su blanca piel una peculiaridad eslava. Parece polaca, creo que pensé. Otro día la vi en un portafolio de un joven fotógrafo. Sentada en su cama, miraba de perfil y en blanco y negro al lector de la revista Veintiuno. La tercera vez que me crucé con ella fue en una inauguración fotográfica en la que ella exponía. Sus labios rojos presidían una imagen que insinuaba más que mostraba. Me acerqué a ella con mi timidez habitual y conversamos unos instantes sobre los egos de la fotografía. Esa noche estuve pendiente de ella y del admirador que intentaba besarla cerca del lavabo de hombres. Unas semanas después compartimos mesa en un taller sobre fotografía que dio Alejandro Castellote. Me gustó que se riera con las ironías del madrileño y es que, tal como me confesaría más tarde, en Venezuela la ironía es privilegio de unos pocos. Algunos de esos pocos nos juntamos el jueves por la noche siguiente en uno de esos bares sifrinos de Caracas en los que entiendes porque este país tiene el presidente que tiene. No aguantamos mucho en este templo de la frivolidad y la silicona y nos fuimos en busca de algún local más auténtico. Como en la canción, nos metimos en el coche, tu amiga, mi amigo, ella y yo. Le dije nena quieres una calada y ella contestó que no. Llegamos a un lugar de salsa que podríamos definir como sincrético. Fotografías de Rubén Blades, Willy Colón y Hector Lavoe compartían esquinas con letreros luminosos de bar de deportes de Atlanta. La salsa tampoco era la buena, la de los setenta, si no la de la MTV, la chimba. Un par de whiskys después y aprovechando que Alejandro bailaba con la joven publicista disfruté de mi primer baile con ella. Estuve más torpe de lo habitual aunque por su sonrisa no lo pareciera. Parecía estar gozando un puyero, como dicen por aquí. Para completar la noche nos acercamos al Moulin Rouge y allí bailamos techno, house, rock, pop, todo lo que nos pusieron en las dos salas de este local con nombre parisino y espíritu canalla. Entre baile y baile nos besamos, me llamó puto, nos besamos de nuevo, me dijo que no la tratara como una carajita, nos volvimos a besar, me preguntó si sabía cuántos años tenía, le toqué el pelo y, cuando ya no me dijo nada más, en lugar de besarla me dio por proponerle un viaje a la península de Paraguaná, a un lugar llamado Cardón, sin saber que ella era justamente de allí y que el hotel al que le proponía ir quedaba a unos 300 metros de la casa en la que vivió con su familia durante casi veinte años. Causalidades caribeñas. Resultó que ella no era una chica plástica pero sí producto de la Venezuela Saudita y de los campos petroleros en donde si se te apaga un bombillo te mandan a alguien a cambiarlo, en un intento de compensar con comodidades de nuevo rico los inconvenientes de vivir en esa desolada parte del país. Esa noche de rumba acabé con mis huesos en su cama pero era tan tarde que ni tiempo de amarnos tuvimos, en pocas horas teníamos que estar cada uno en nuestras respectivas oficinas.Salimos el sábado bien pronto como si tal cosa, como si fuera lo más natural del mundo irse de fin de semana con alguien que apenas has conocido la noche anterior. El trayecto era largo y tuvimos tiempo de contarnos parte de nuestra biografía y de hablar de aquellos países que la fuerza del destino nos ha permitido conocer. La sorpresa llegó quizás a la altura de Morrocoy, cuando la “conversadera” derivó hacia el apartado “recuerdos de la infancia” porque, curiosamente, el hoy-beato-mañana-santo Marcelino Champagnat, fundador de los Maristas, también llegó a esta tierra de gracia para educar a la juventud petrolera. Sí, efectivamente, mi compañera de carretera estudió 12 años en los Maristas, a casi 8000 kilómetros de un colegio, el mío, que si bien no arruinó mi infancia, sin duda la hizo aburrida, monótona y reprimida. Al menos en Cardón el colegio era mixto y, aunque los hermanos penalizaban cualquier atisbo de flirteo entre su alumnado, nada pudieron hacer ante las revistas pornográficas voladoras (intuyo que esta anécdota es un residuo del inevitable sentido del realismo mágico que imbuye a casi toda la población sudamericana pero ella me aseguró que fue así, que una revista porno le golpeó en la cara y es que, ¡el viento en Paraguaná es una vaina seria!) ni ante las reuniones clandestinas de amigas para ver Garganta Profunda (días más tarde me confesó que a los siete años ya se masturbaba con el agua de la ducha... ¡bendita procacidad!). Por supuesto, todos estos años de pensamiento educativo único la convirtieron, y ahí coincidimos, en una ferviente enemiga de esta secta legal que aún mantiene demasiado poder en muchos países que se autoproclaman laicos.Me di el gusto de conducir los más de 500 kilómetros que separan Caracas de Coro de un tirón, deteniéndome apenas para un reparador marroncito en una de esas cafeterías de carretera tan descuidadas como llenas de encanto. El Volkswagen de la chica del pelo rojo se comportó y sólo tuvimos que lamentar un molesto pinchazo que, según un taxista que nos ayudó a cambiar el caucho, se debía más a la impericia del mecánico que el día anterior le había revisado el carro que a la por otra parte excelente autopista por la que estábamos circulando. La broma bien pudo acabar en tragedia si no fuera porque las Ánimas de Guasare protegen a los conductores que circulan por las autopistas de esta árida península. La leyenda cuenta que a principios de siglo hubo varios años de fuerte sequía y murió mucha gente por el hambre. Alguien encontró los huesos de tres cadáveres y construyó una capilla al lado de la autopista y guardó en su interior los restos humanos. Desde entonces se le atribuyen bondades a esas Ánimas y toda la capilla está repleta de placas metálicas en agradecimiento a los favores prestados. Destaca también la gran cantidad de títulos de bachiller, o universitarios, que cuelgan de las paredes. Hay también muchas fotografías de carros. La protección de las ánimas hace disminuir los accidentes de tráfico.La península de Paraguaná. En idioma quechua, “para” significa llover y “majwa” escasez. Paraguaná, por tanto, viene a ser lluvia escasa. Y es que Paraguaná es una tierra árida, semi-desértica, ideal para una película de Wim Wenders o para un western apocalíptico protagonizado por un Clint Eastwood lleno de polvo. Cactus y arena, viento y bolsas de basura, refinerías y vírgenes que sudan aceite son algunos de los elementos iconográficos de este no-lugar en el que el viento despeina las ideas de una manera suave y con un sonido a medio camino entre unas maracas y una gran hojarasca aplastada.El Hotel Cardón toma el nombre de un tipo de cactus que abunda por la zona. Situado al lado del campo petrolero, su playa, a la que se accede por una empinada escalera de madera, no destaca por nada especial y la proximidad de las refinerías acompañada de la constante presencia en el horizonte de buques petroleros envuelve todo bajo una atmósfera de reino petrolero en horas bajas. Mi compañera de viaje me explica como el campo era una especie de delegación de la ONU, con familias hindúes, otras australianas, otras holandesas y cómo durante el día intentaban no pisar la calle, evitando así el contacto con el abrasador sol. Uno de los castigos de los crueles maristas era mandar a un niño a trotar alrededor del patio, a las doce del mediodía, bajo un sol abrasador. Otro problema de vivir en esa variante de lujo de un campo de concentración, siguió contándome, era que todo el mundo se conocía y cualquier beso furtivo de adolescente podía aparecer de repente en la conversación de la cena familiar.Cenamos en el restaurante del hotel un pescado excelente, regado con un vino no tan bueno. Esa noche reparé en su piel blanca, blanquísima. Era como aquel personaje de David Foster Wallace, la chica del pelo raro, “no es que sea tan blanca que sea enfermiza; no es sólo que aquí, bajo el sol matinal que sale del agua, tenga el color del buen vino rosado. Tiene la textura de algo verdaderamente vivo, una suavidad elástica, como un envoltorio maduro, como una vaina. Es vulnerable y tiene profundidad”. Esa noche hablamos y hablamos, dimos vueltas y vueltas y acabamos durmiendo cada uno por su lado. Demasiada charla.La mañana siguiente la pasamos en la playa del club vecino al hotel, una playa calmada, sin olas, cuyo litoral recordaba al del planeta de los simios. Me temía que apareciera Charlton Heston en cualquier momento. El ambiente en el club era extraño. La habitual bulla de los venezolanos en la playa brillaba por su ausencia y la del pelo raro (ese rojo casi granate no es muy habitual) lo atribuyó al carácter de nuevo rico que no sabe como debe comportarse ahora que, de golpe, ha adquirido un status social más alto. Un nuevo ejemplo de que la revolución bolivariana no persigue cambiar los privilegios ni los vicios acumulados en años de supuesto bienestar petrolero si no simplemente colocar a sus acólitos en los lugares en dónde pueden beneficiarse de las insultantes desigualdades del país.Al otro día nos dio por atravesar la península, en lo que resultó ser un trayecto espectacular, a pesar de las inevitables bolsas de plásticos enganchadas a los cactus, que ignoro por qué no alteraron mi percepción favorable de Paraguaná. Tal vez sea por esa parodia decadente de árbol de navidad en que se convierten. Lo cierto que es a medida que pasaban las horas, más disfrutaba con el lugar. Sería esa energía que parecía flotar en el aire. Una energía surgida de esa atmósfera de final del mundo, una energía que te agudiza los sentidos, que se inyecta por las venas, ante la cuál no hay antídotos ni corazas profilácticas. Pasamos Pueblo Nuevo y antes de llegar al Hato llegamos a la Hacienda la Pancha, de la que me había hablado maravillas mi querida pelirroja durante toda la mañana. No tardé en comprobar que no exageraba. Se trata de una casa colonial que te insufla relax desde que entras en ella y te colocan en la mano un delicioso jugo de lechosa. Nuestra habitación, un anexo a la casa principal, era un cuarto de techos altos y camas de cemento con unas ventanas construidas con botellas de colores colocadas para que parezcan los vitrales de una iglesia. Un baño reparador en la piscina trasladó reflexiones, recuerdos de infancia, paranoias marihuaneras y demás trastornos del cerebro al fondo del desagüe. Nuestras pieles se encontraron, se reconocieron y se engancharon en un frenesí amoroso que sólo precisaba de la ambientación adecuada para surgir. Esa noche dormí como un niño. Mi amante, en cambio, tuvo pesadillas. Por la mañana nos enteramos, por boca de la dueña, que sobre ese cuarto pesa la maldición de la burka. Resulta que hace un tiempo llegó a la Hacienda una pareja árabe, que pidió ese cuarto porque quería discreción. La esposa iba cubierta de la cabeza a los pies. Como no se desocupó a tiempo, tuvieron que conformarse con otra habitación, que ocupa el espacio de lo que en su día fue el gallinero. La mujer no lo aceptó de buena gana y estuvo de mal humor durante toda su estancia en la hacienda. Desde aquél día sobre ese cuarto pesa la maldición de la burka: abren la puerta y explotan los bombillos, limpian el cuarto y al rato está lleno de bachacos, se rompen objetos y tienen que hacer remodelaciones muy a menudo,... toda una serie de energías negativas que perturbaron el sueño de mi sensible amiga.Lamentablemente sólo pasamos una noche en la Hacienda, aunque fue suficiente para comprobar la destreza en la cocina de la hija de la dueña. Cocinó un pescado excelente. No faltó el cocuy ni el descanso en la hamaca, ni la música relajante, ni siquiera los esbozos de cantautor (guitarra en mano) del novio de la hija. Horas antes habíamos atravesado las bellas salinas de Camaraguas, embriagados por el color rosado de la tierra, puerta de entrada al cabo San Román, punto geográfico más al norte de Venezuela. La chica del pelo rojo tenía una misión que realizar y hasta ese preciso momento no supe en que consistía. Nos detuvimos en las ruinas de un complejo turístico que nunca llegó a construirse. Lo sorprendente fue encontrarse, no con la construcción a medio hacer, si no con todas las instalaciones, lo que iba a ser la piscina, las duchas, el campo de basket, etc. destrozadas como si el mismísimo Atila hubiera desembarcado allí y se hubiera divertido haciendo añicos el lugar. Pero la chica del pelo rojo no había llegado hasta allí para reconstruir este desastre sino para recoger la impresionante cantidad de chancletas, zapatillas deportivas o zapatos de todo tipo acumulados en la arena. Llenó una bolsa negra de basura inmensa y no exagero si afirmo que podría haber llenado tres más sólo con calzado. ¿Qué hará con todo eso? Ni ella misma lo sabe. De momento las tiene en el pequeño patio de su casa a la espera de que le llegue la inspiración o el basurero. Todo el viaje valió por su cara de felicidad y abandono cuando recogía las cholas. Por ese momento de plenitud.
¡David el arte es más grande que la vida!
Caracas, mayo 2005

5 comentarios:

María Rodríguez dijo...

Un bello homenaje Marc, sin duda David lo apreciará tanto como la chica del pelo rojo.

Aquí te dejo una entrevista que conseguí ayer en youtube, la segunda parte es con DFW, hay que verla un par de veces porque habla como vivió, a gran velocidad.

http://www.youtube.com/watch?v=zPWh9yQbU4E

Martín dijo...

Ahora sí que me queda difícil saber cuál de los posts de este blog es mi favorito.
Me encantó este relato, por conocer de cerca a los personajes (incluso al joven fotógrafo) y saber de antes algo de esta historia.
Definitivamente uno entiende y disfruta y se conecta más con las cosas que se escriben, que se fotografían, que se escuchan, que se pintan... cuando conoces de cerca a las personas que las hacen.
¡Un abrazo!

María Rodríguez dijo...

Yo también conozco al joven fotógrafo, al joven escritor, a la chica del pelo rojo, fui víctima de los Maristas, conozco el Hotel Cardón y las bolsas pegadas a los cactus y a los cujíes.
Qué ganas me quedaron de volver a Paraguaná después de leer esto, organizamos un tour-homenaje a David Foster Wallace? Podemos poner una placa en algún cactus con su nombre.

Marc dijo...

Les recuerdo que la autobiografía es otro género de ficción...

lo del tour a Paraguaná, cuando quieran...

David Puente dijo...

En Barcelona también hemos tenido artistas malditos reivindicables. Muchos antes de que Las Ramblas de esta ciudad se convirtieran en meeting point para despedidas de solteras con pollas de plástico en la cabeza, el pintor undergound José Pérez Ocaña se paseaba por la populosa avenida vestido con traje de faralaes colgado del brazo del ilustrador de culto, Nazario. Cuando no se ponía a cantar saetas se desvestía con el rabo entre las piernas para dar el pego en su papel de femme fatale del transformismo setentero. Pues bien hoy hace 25 años que Ocaña murió a causa de las quemaduras que sufrió en un incendio terrible. Recomiendo el visionado del documental "Ocaña. Retrato Intermitente" (está en la emula) del por entonces reivindicable cineasta catalán Ventura Pons. Con Ocaña murió la Barcelona sinvergüenza más callejera en detrimento de la sinvergonzonería que estaba por venir: la de los especuladores.

http://www.venturapons.com/filmografia/retratop.html