miércoles, 3 de septiembre de 2008

Setiembre viajero 1


El escritor Andrés Barba estuvo por Bogotá hace unos meses. Fue uno de los primeros protagonistas de este blog. El sábado pasado, casi cuatro meses después, aparece en el suplemento de viajes de El País, un artículo suyo sobre La Candelaria, que reproduzco.

Se puede leer también en:
http://elviajero.elpais.com/articulo/viajes/Candelaria/reinventa/elpviavia/20080830elpviavje_7/Tes/#despiece1

La Candelaria se reinventa

Tal vez, como las familias felices de Tolstói, tengan también algo en común las ciudades que nacen al pie de enormes montañas, una suerte de impronta definitiva de carácter, como si se tratara de ofrendas abandonadas a los pies de un gigante majestuoso. Los impresionantes cerros de Guadalupe y Monserrate que enmarcan el paisaje de Bogotá hacen que la ciudad quede de una extraña manera a la orilla y a la vez que mire permanentemente hacia lo alto. Y quizá sea ésa la primera de sus cualidades, su verticalidad. Una verticalidad que es una referencia constante.

No es posible estar en Bogotá sin sentir su presencia, el propio trazado urbanístico en cuadrícula en el que todas las calles ascienden hacia los cerros y todas las carreras (avenidas) transcurren paralelas a ellos hace que se viva según su mirada. Una mirada doble, porque de inmediato se descubre que existen también dos tiempos, el de la cima y el de la ciudad. En uno la ciudad se agita, en el otro permanece inmóvil, en uno se da la vida como un caudal humano que transcurre voluminoso por la carrera Décima, en otro nada se mueve, y Monserrate mira "como si se riera", en palabras de García Márquez, "todo el sentir lastimero que acusa la ciudad queda inmovilizado en la atención de la montaña".

Si uno se sitúa en la plaza de la catedral, a la altura de la calle Segunda queda directamente a las puertas del barrio histórico de La Candelaria, que es, al mismo tiempo, uno de los focos más intensos de renovación de la ciudad, tanto desde el punto de vista turístico como del de los propios bogotanos. Atrás en el tiempo, la peligrosidad que hacía que este barrio fuera disuasorio hace una década, hoy la vida ha reintegrado para sí el corazón del que nació la ciudad misma, renovándolo. Es muy posible que la vida de las ciudades tenga para sí sus propios tempos, sus propios ciclos, como los de cualquier vida humana. Porque también los barrios, como los hombres, no nacen sólo una vez, tienen nacimientos múltiples, este barrio de La Candelaria ha nacido ya muchas veces. El último de sus nacimientos ha sido propiciado por la apertura de muchos de sus nuevos centros; la biblioteca Luis Ángel Arango, el Centro Cultural Gabriel García Márquez, el Museo Botero (que incluye la magnífica colección privada de los cuadros adquiridos por el pintor), el Museo de la Casa de la Moneda, a los que se añaden los que ya existían, como el teatro Colón, sin duda uno de los más espectaculares de toda América Latina.

Rincones semiprivados

La vida privada de los jardines de muchísimas de las casas de La Candelaria ha quedado ahora descubierta con la apertura de nuevos restaurantes, antiguas casas cuyos patios se han convertido en peculiares rincones semiprivados. Es el caso, por ejemplo, de La Cicuta, un asador-jardín en la esquina de la Novena con la Primera, o el japonés La Totuma, en el callejón del Embudo.

La Candelaria es un barrio que se recorre ascendiendo hacia el cerro, que impone su propia lentitud y que no ha sido tomado masivamente por los turistas, al igual que otros espacios del centro como la zona de la catedral o la carrera Séptima. Lo suficientemente alejado y lo suficientemente cercano, tiene la transparencia de los barrios en los que la vida está insertada como un fruto, las casas se suceden una a una con la cristalina seguridad de que han sido creadas según su naturaleza privada, deja y no deja verse.

No resulta extraño descubrir que la ciudad nació aquí mismo, en la pequeña plaza del Chorro de Quevedo. Todos los barrios como La Candelaria, cuyas vidas se hacen por igual hacia el exterior y hacia el interior, tienen esos pequeños espacios insospechados que acaban conformándose como verdaderos corazones. Heráclito afirmaba que el filósofo no debe decir, sino indicar. Así parece también que hay lugares, como la plaza del Chorro de Quevedo, que no dicen, sino que indican, que no pueden ser abordados como simples lugares físicos, sino un poco ambiguamente, como señales, o en una forma un poco indirecta, como si se tratara de metáforas. Es la energía inquietante de esos lugares de los que han surgido físicamente las ciudades y que no han devenido exactamente sus centros posteriormente, sino espacios sensibles, como hundidos en su historia, pero por los que la vida no ha dejado de transcurrir.

Bajando por el callejón de El Embudo hasta la plaza de los Periodistas nos cruzamos también en La Candelaria con el nuevo Bogotá y el proyecto del arquitecto Salmona (probablemente, la referencia nacional más clara en la renovación urbanística del centro) de su Eje Ambiental, que desciende, como una avenida acuática, desde el cerro hasta la carrera Undécima.

El Pasante

Bogotá sigue siendo una ciudad de café, en la que los cafés han seguido forjando su acontecer social, intransferible. Hay cierto vivir en los otros la propia vida que sólo se manifiesta en los cafés y que Europa ha perdido en gran medida. Descendiendo desde la plaza de los Periodistas en dirección a la Séptima, en la estupenda y ruidosa plaza del Rosario se encuentra uno de sus cafés más ilustres, el Pasante, que en cualquier otra ciudad sería un monumento turístico, pero que aquí sigue siendo de corazón bogotano con toda precisión, al igual que el café San Moritz, no lejos de allí, en la calle 16 con la Séptima, rodeando la iglesia de San Francisco. Al entrar en ellos se concreta una especie de nostalgia, la nostalgia de un estilo de vida que nos han quitado (o que nos hemos quitado nosotros mismos), y nos parecen entonces doblemente solitarias estas ciudades que vivimos, como si ya no nos fuera posible ese abrirse las inquietudes entre unos y otros en los cafés, lo que es señal indudable de la nobleza de una ciudad. Juro haber escuchado esta conversación en un café de La Candelaria, entre una niña de cinco años y su padre.

"¿Y tú cuándo morirás?".

Y el padre:

"Yo no moriré nunca".

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